Mi amigo Johnny quiere decir unas palabras.
Y nosotros se lo agradecemos. Oé:
Mi oficina está en el número 36 y, sí, también tiene lo suyo de siniestra. Rodeada de edificios bien modernos, la compañía decidió en su día que para qué levantar uno nuevo pudiendo aprovechar lo que quedaba de la fábrica que iban a ocupar. El resultado se les ha quedado viejo y de aquí a menos de un año, todos al extrarradio.
Podría haber sido peor, la verdad, pues el edificio ocupa los números 34 y 36 y podría haber sido peor porque en lugar de en el 36, a mí me podrían haber sentado en alguna mesa del 34. Y es que los del 34, además de muchas otras cosas, resultan ser todos unos cretinos de cuidado. Pero los demonios que me acosan del número vecino ya los exorcizaré otro día, cuando haya descubierto si es que es política de recursos humanos asignar al 34 a todos los cretinos que contratan o si son gente normal a la que se le vaporiza el cretinismo por un sistema de riego automático estilo invernadero (si son objeto de algún experimento sórdido que funcionara, vaya).
Lo que me turba hoy es la secretaria nueva con la que comparto despacho (porque los precarios, por supuesto, compartimos despacho; los más con otros precarios, creando pequeñas jaulas de becariedad post-adolescente y tontería, los menos con una secretaria o con una secretaria y otro precario). Por si no fuera poco tener colgada a mi espalda una lámina que reproduce a una blandengue actriz del cine mudo, blanquecina y cursi, coloreada de tonos apastelados y empalagosos (por cuyos ojos parece que espiase el Señor Presidente, como en las películas de castillos y retratos medievales), cogen y me plantan a una pobrecilla en el despacho.
La secretaria anterior tampoco es que fuera a optar nunca al Nobel, y además era coja, pero al menos gastaba escote generoso, era espabilada para sus cosas y gustaba de un flirteo gracioso cuando las mañanas se ponían pesadas. La nueva, que ni Nobel, ni escote, ni ingenio, ni cojera siquiera, es de la especie de los nacidos para obedecer. Pero de la subespecie mala, la de los que no es que no rechisten sino que sin órdenes perecerían de inmediato. Los mandatos les son de necesarios como el aire. Y es que, cojones, ¿tan difícil es decidir por uno mismo de qué tamaño debe ser el sobre en que meter una agenda para enviar por correo? Pues nada, que no, oiga, que no hay manera.
La tortura a la que me somete no es poco cruel. Un ejemplo de la colección que atesoro: Su mesa es la más próxima a la ventana que por supuesto, no cierra bien y según dice ella filtra un biruje que la tiene helada. Conclusión: la calefacción, siempre que llego, como si la hubiera instalado Pedro Botero. Para mí, que más que un despacho trabajo en una incubadora de doce metros cuadrados (que los tengo bien contaos) y que el día menos pensado me nacen pollos en el archivo. ¿Y si ahora les digo que la pobrecilla es de un pueblo castellanoleonés que invierno sí invierno no se queda aislado por la nieve? El asunto es casi como si un dominicano dijera que no soporta Salamanca porque hace demasiado calor para él. Veintisiete centígrados para empezar las mañanas de diciembre, ¿cómo se le queda a usted el cuerpo? A mí descompuesto.
Si me apetece otro día y si aquí mis primos deochoa8 y desieteanueve tienen a bien abrirme sus puertas de nuevo, les contaré cómo es eso que dice de “picar a la puerta”, preguntar “¿cuál?” en lugar de “¿qué?” cuando no te ha oído, desearte “que te pinte” y otras lindezas de mi niña.
By Johnny Precario.
Gracias Forges, siempre en el clavo!
La semana pasada disfrutamos del trajín que en toda oficina sórdida se da en estas fechas. Hay muchas cosas que merecen todo nuestro desprecio y observación. Una de ellas, evidentemente, es la "copa de navidad" (que ya comentará brillantemente de7a9) y que es de las cosas más lamentables que puede haber. Otra, por supuesto es LA LOTERÍA DE NAVIDAD, que es un espectáculo digno de mención.
Al tema:
- "Esperad, vulgo, a que nos sentemos en nuestros puestos y nos salga de los huevos repartir el botín"
En definitiva, compren ustedes lotería el año que viene, piensen que van a salir de sus vidas y sigan haciendo informes, copias de tablas, cenas de navidad y demás menudencias. Nosotros estaremos aquí para contarlas.
Y eso, nada... ni un leuro.
En cada planta hay dos salas de café. Hay quien osa llamar a esos lugares "vendings"; esto te colocaría, automáticamente, en la lista de los crucificables de este blog, ovbiamente. Pero este es otro tema. Estas salas son realmente infectas, con la misma moqueta que recubre el resto del edificio (a veces pienso si será toda proveniente del mismo rollo), solo que con más manchas sospechosas. En ellas hay mesas altas, taburetes y máquinas. Nada más. Bueno sí, suele estar llena de gentuza®.
Todo empezó un día a última hora. Nos miramos y, sin decir nada, fuimos, lo intentamos y cuajó. Teníamos dos cuadrados mágicos por el precio de uno. Cojonudo, más barato que en el Mercadona.
Luego, poco a poco, fuimos desarrollando nuevas técnicas, como la de obtener dos sandwiches (Ver foto. Y nótese la dificultad intrínseca de este hecho!) y llegando a la cúspide de un 4x1 en la denominada "fila mágica". La tenemos entrenada de tal manera que el cristal se abre mostrando dos, tres y hasta cuatro celdas, según el momento. El resultado es un precio irrisorio por unidad. Glorioso. Esto suele ser el momentazo de la jornada.
Siempre intentamos ir en momentos de poca afluencia de gentuza®, por eso de mantener las formas y tal... y, de vez en cuando, veíamos restos de ítems esparcidos por allí (a veces, dependiendo del tamaño, surgen ligeros problemas de ejecución). Eso quiere decir, inequívocamente, que otros seres (o cosas) manejan la técnica del 2x1. Hasta la fecha era alguien oculto, otro superhombre que desafiaba las reglas establecidas y a quien jamás vimos . El respeto estaba ahí, y pensábamos que él también lo tendría por nosotros.
Nuestra decepción vino hace unos días. A las 11, la hora punta de la sala, un tipo grasiento, sucio y con una camiseta de los Lemmings, se acerca a la máquina, introduce unas monedas, abre un compartimento, luego mete el dedo y saca el de al lado y luego, ni corto ni perezoso, fuerza el cristal (con sonido estridente y quejumbroso de la bendita máquina) para sacar el tercer ítem. Se da la vuelta y lanza uno sobre la mesa donde le esperaban sus comilitones.
Nosotros nos miramos incrédulos.
Hay que joderse.
Levantarme, afeitarme, disfrazarme de traje y corbata, comer cualquier cosa a toda velocidad y meterme en el metro, rodeado de cientos de muertos vivientes (que, lamentablemente, huelen como tales), dar cabezadas sobre el libro de turno mientras trato de sacar la cabeza para respirar en cada estación... y llegar. Llegar. Cuando uno llega a los grandes descampados en las inmediaciones de nuestra siniestra oficina percibe un olor extraño, siente que el tiempo se distorsiona. Tras pasar el penoso atajo subterráneo que te escupe en las mismas fauces del lobo, sientes que estás atrapado. Miras al cielo, negro todavía, y piensas que estará igual de negro cuando salgas. Únicamente percibirás la luz del sol cuando fustigue tus ojos entrando a través de los grises e inútiles estores de la sexta planta. Con este pensamiento terminas de adentrarte, un día más. Y un día menos. Un día más de oficina, uno menos de vida. Estás dentro, y el único consuelo es que deochoa8 y tú compartís desgracia y, cuando es posible (muy a menudo), os reís de ella. En el fondo, casi cualquiera que lea esto también comparte oficina con nosotros. Con otro nombre, en otro sitio y con distintos grises, pero la misma al fin y al cabo. Y esperamos que también se ría de ella con nosotros, a pesar de lo lúgubre de este inicio.
Hablando de deochoa8, él es un viejoven de veintitantos, barba tupida y gafas de pasta. Lleva camisas rosas con gemelos y corbatas con delfines. Se queja, bebe té, hace dosporunos, cincosporunos y fotos, juega al fútbol y lee. Habla (con dicción ininteligible para el oído no entrenado) de rubias, de magdalenas de Proust, de ítems, de discos y de la gente. Y con esto último siempre mete la pata. Mete la pata tan a menudo que todos lo conocemos como 007. Además de la desgracia de la que hablaba más arriba, compartimos unos cuantos gustos, la mayoría de los prejuicios y casi todos los odios, lo que lo convierte en el compañero de fatigas perfecto.
Hace unos meses tuve un accidente, y estuve de baja un mes.
Fue maravilloso.
Luego tuve que volver.
Al llegar no funcionaba la tarjeta de acceso. Como decíamos en el primer post, hay unos tornos de seguridad en la entrada, supongo que para salvaguardar las innumerables maravillas intramuros... en fin, aquello fueron casi 40 minutos de identificaciones e improperios por parte de los seguratas. Pensé que había sido un desliz del destino, que arriba me esperaba calentito mi sitio para darme cuenta de lo lamentable que puede ser la vida de la oficina.
Pues bien, cuando llegué a la octava, entre las caras de preocupación sintética de los lugareños, que preguntaban por qué estaba tan moreno, me fui dando cuenta de cosas. Para empezar me habían robado la silla. Sí, han oído bien. La silla. Una simple silla de oficina. Una mierda de silla giratoria. En este edificio de 4.000 empleados habrá, por lo menos, 4.000 sillas... y son todas iguales, rojas, de ruedas y moderadamente cómodas... aunque quizá sea la espalda la que se haya ido haciéndo cómoda para la silla, que al final es quien manda.
Bien, me habían robado la puta silla, que tenía perfectamente regulada para aguantar 12 horas sin más dolores de espalda de los habituales. Las siguientes 14 laborables fueron, obviamente, destinadas a conseguir otra silla (a la que introduje en el círculo del robo) y regularla exactamente igual que la otra (trabajo fino y cualificado).
Por un momento sentí la pérdida de tiempo, luego decidí que mis jefes tenían que hacerse cargo de la situación, era algo muy serio.
Después, sin salir de mi asombro, me di cuenta de que el teclado y el ratón de mi ordenador no eran los mismos, lo noté en el tacto pringoso de los mismos. Al mismo tiempo empecé a formular una teoría acerca de la bajeza y abyección del oficinista.
El razonamiento fue similar: a mi alrededor multitud de ordenadores iguales, con teclados y ratones negros, no era comprensible. Además, puesto que mis compañeros estaban en sus sitios con horarios similares al mío, tuvieron que darse cuenta del robo, por lo que fue algo premeditado y perpetrado en alguna hora intempestiva. Ahogué las ganas de matar con unos kikos en compañía de de7a9, que en el fondo se estaba descojonando.
Alguien me los había cambiado, acojonante -pensaba mientras pensábamos en el siguiente atraco a la máquina (de lo que hablaremos más adelante).
Cualquier persona sana odiaría instantaneamente a toda la gente de mi planta, pero aquel día todos se volvieron especialmente grimosos. Gentuza.
Después, al encender mi portátil (lamentablemente trabajo con dos ordenadores) vi mi contraseña apuntada en un postit, la pantalla llena de dedos, las teclas bien sobadas por otros dedos distintos, pelos entre las teclas, iconos nuevos en el escritorio... en fin, en ese momento ya había desarrollado tolerancia y era mejor callar. Después de las convulsiones lo limpié. Fue una experiencia -creedme- absolutamente abominable.
Realmente estar de baja un mes es lo mejor que te puede pasar (significa un extra del 200% de tus vacaciones) sobre todo si es en abril y al volver no recuerdas cuál era exactamente tu trabajo, pero el golpe fue más duro de lo que pensaba. Golpe de realidad, exceso de autoridad, saqueos, intrusos, etc. Lamentable.
Por supuesto, llevo desde entonces pensando en cómo romperme algo.
En esta oficina hay unos tornos para entrar, seis pisos, cientos de personas, una cafetería,12 salas de café, una entrada de servicio, tres desalmadas recepcionistas, 3 ascensores, un montacargas que huele a rancio, un equipo de guardas de seguridad dignos de la cola del INEM, un barrizal anexo donde una fauna autóctona desafía a las leyes de la evolución, tipos de mantenimiento con lustrosos bigotes y grasa en el pelo, jefes, gerentes, subjefes, asistentes de los subjefes, jefes de los asistentes, mindundis, submindundis, bedeles, becarios de los bedeles, subalternos y nosotros.
Desieteanueve es un negro murciano, alto y que se toca el pelo el 90% de su tiempo. Entre la camisa y el cuello cabría una berenjena de la tierra, y es adicto a los cuadrados mágicos, esto es, una suerte de ítems cuadrangulares cubiertos de chocolate; éstos son sustraidos de la máquina de snacks (metámonos en jerga, no?) del ala larga de la sexta planta. Los acompaña de café sólo y sin azucar; lo obtiene de la máquina aledaña.
Se sienta detrás mío, por lo tanto husmea toda la inmundicia que pasa por la pantalla de mi ordenador. Es capaz de citar el orden de las emisiones de una antena parabólica de memoria, y quizá en japonés. Él, lector compulsivo de blogs y que quizá se presente en algún momento, es el otro integrante de la dupla de este edificio sórdido, atónitos observamos el espectáculo y, por supuesto, estamos deseando vomitarlo todo, todito.