jueves, 25 de diciembre de 2008

La Fiera de mi Niña

Mi amigo Johnny quiere decir unas palabras.
Y nosotros se lo agradecemos. Oé:

Mi oficina está en el número 36 y, sí, también tiene lo suyo de siniestra. Rodeada de edificios bien modernos, la compañía decidió en su día que para qué levantar uno nuevo pudiendo aprovechar lo que quedaba de la fábrica que iban a ocupar. El resultado se les ha quedado viejo y de aquí a menos de un año, todos al extrarradio.


Podría haber sido peor, la verdad, pues el edificio ocupa los números 34 y 36 y podría haber sido peor porque en lugar de en el 36, a mí me podrían haber sentado en alguna mesa del 34. Y es que los del 34, además de muchas otras cosas, resultan ser todos unos cretinos de cuidado. Pero los demonios que me acosan del número vecino ya los exorcizaré otro día, cuando haya descubierto si es que es política de recursos humanos asignar al 34 a todos los cretinos que contratan o si son gente normal a la que se le vaporiza el cretinismo por un sistema de riego automático estilo invernadero (si son objeto de algún experimento sórdido que funcionara, vaya).

Lo que me turba hoy es la secretaria nueva con la que comparto despacho (porque los precarios, por supuesto, compartimos despacho; los más con otros precarios, creando pequeñas jaulas de becariedad post-adolescente y tontería, los menos con una secretaria o con una secretaria y otro precario). Por si no fuera poco tener colgada a mi espalda una lámina que reproduce a una blandengue actriz del cine mudo, blanquecina y cursi, coloreada de tonos apastelados y empalagosos (por cuyos ojos parece que espiase el Señor Presidente, como en las películas de castillos y retratos medievales), cogen y me plantan a una pobrecilla en el despacho.

La secretaria anterior tampoco es que fuera a optar nunca al Nobel, y además era coja, pero al menos gastaba escote generoso, era espabilada para sus cosas y gustaba de un flirteo gracioso cuando las mañanas se ponían pesadas. La nueva, que ni Nobel, ni escote, ni ingenio, ni cojera siquiera, es de la especie de los nacidos para obedecer. Pero de la subespecie mala, la de los que no es que no rechisten sino que sin órdenes perecerían de inmediato. Los mandatos les son de necesarios como el aire. Y es que, cojones, ¿tan difícil es decidir por uno mismo de qué tamaño debe ser el sobre en que meter una agenda para enviar por correo? Pues nada, que no, oiga, que no hay manera.

La tortura a la que me somete no es poco cruel. Un ejemplo de la colección que atesoro: Su mesa es la más próxima a la ventana que por supuesto, no cierra bien y según dice ella filtra un biruje que la tiene helada. Conclusión: la calefacción, siempre que llego, como si la hubiera instalado Pedro Botero. Para mí, que más que un despacho trabajo en una incubadora de doce metros cuadrados (que los tengo bien contaos) y que el día menos pensado me nacen pollos en el archivo. ¿Y si ahora les digo que la pobrecilla es de un pueblo castellanoleonés que invierno sí invierno no se queda aislado por la nieve? El asunto es casi como si un dominicano dijera que no soporta Salamanca porque hace demasiado calor para él. Veintisiete centígrados para empezar las mañanas de diciembre, ¿cómo se le queda a usted el cuerpo? A mí descompuesto.

Si me apetece otro día y si aquí mis primos deochoa8 y desieteanueve tienen a bien abrirme sus puertas de nuevo, les contaré cómo es eso que dice de “picar a la puerta”, preguntar “¿cuál?” en lugar de “¿qué?” cuando no te ha oído, desearte “que te pinte” y otras lindezas de mi niña.

By Johnny Precario.

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