Ayer cené en casa de unos amigos. Conmigo estaba Johnny Precario. Ella, bibliotecaria. Él, profesor de universidad. El otro, becario, a mucha honra. Los dos primeros con un ambiente bien distinto al mío en sus laburos.
Ella me dijo que no podía abandonar este blog y Johnny no tenía mucha actitud de continuar escribiendo, pero algo quedaba.
Esta mañana, justamente, de7a9 me decía que me tocaba escribir.
Dale! –dijo-
Y he llegado un poco tarde a la oficina, pero al llegar, la inmensa mole de cristal me lo pedía a gritos.
Y olía a infiernos al entrar, ya desde el vestíbulo. Joder, está claro.
Hablaré de los olores de esta oficina. A partes iguales: me espanta y me sorprende.
Desde que entras, es más, desde que te aproximas, los olores son el primer culpable de que las horas pasen más lentas en esta oficina. Las alcantarillas vomitan que parecen las de Detroit (joder, esas deben de oler a rayos, cierto?) y el olor es de los que parece que se pegan a la ropa. Este olor es muy efímero, pues cuando andas por la acera aceleras el paso para anestesiar el trance hasta los tornos de entrada.
Hoy, para empezar, entrabas y un olor a cualquier tipo de gas tóxico te recibía en el ascensor. Tipos con mono azul esperaban a alguien en el hall. Por si no hubiera suficientes vagos, dos tazas. Una vez en el ascensor, primer problema. Vivo rodeado de gentuza y encima en el sexto piso. Esta gente tiene la costumbre de no lavarse a menudo, por lo que los olores sobaqueros (lo prometo, a primera hora jumean!!!) se prolongan hasta que llego a mi piso mezclados con la visión de los pelos grasientos y los zapatos sucios.
Muy rico.
Luego el baño, pasando por delante al salir del ascensor, baño que debe ser el más utilizado por gente con problemas gástricos del hemisferio norte (podrían venir cagaos de casa, no? Pues no, redios!). Olor nauseabundo camuflado por algún tipo de ambientador que lo estropea más. Si tienes la feliz idea de lavarte las manos, el jabón huele a grasa con fresa y ambientador de coche. Es realmente asqueroso.
A media mañan la cocina nos anuncia qué se servirá en el maravilloso menú de la cafetería de abajo, a la sazón incomible. Y eso que estamos en el último piso.
Cuando no, pasa rápido, pero cuando sí, es decir, cuando es pescado, redios, ese olor se mete en los huesos y te jode el día.
De raíz, copón.
Tanto en esa cafetería, donde tomar café implica esquivar el humo proveniente de la plancha de la fritanga, como en la sala de café, donde el olor de tuppers de ayer con café infecto de máquina, es mejor no entrar. A la vuelta de la esquina vas a tomar café y vuelves con olor a crusasánplancha, pero por lo menos te dejan leer el periódico.
Coste-beneficio, como todo en la vida.
Luego el aire acondicionado que, aparte de conseguir los 22 grados de media a base de alternar 12 con 32, lo que es de por sí un sindios, a veces suelta un olorcillo a cloro rancio de piscina. A veces incluso te lloran los ojos. Eso es algo reciente y bastante incómodo.
Donde no voy a entrar es en qué parte de culpa tiene en todo esto la moqueta que pisamos cada día. Es gris con una trama irregular. Parece polvorienta, digo parece porque procuro no mirar fijamente. No os digo más. Creo que con esto es suficiente.
Creo que es una buena forma de volver a este blog, explicando una buena fuente sordidez olfativa.
Como dato adicional diré que han trasladado a de7a9 a otro edificio por lo que así aumentaremos el rango de observación porque, doy fé, su oficina es siniestra y absurda como lo era esta, como las grandes en general.
Por lo demás. Nada.
Respiren fuerte el aire limpio, nunca sabes cuándo lo perderás.
Existen dos formas de llegar a convertirse en jefe: la primera es ser alguien brillante, ser capaz de motivar a quienes trabajan contigo y tener buenas ideas que ahorren dinero y mejoren el funcionamiento de las cosas; la segunda es tragar mierda durante el tiempo que sea necesario como empleado raso hasta que un Jefe decida convertirte en su Esbirro.
No conozco ningún caso de los primeros (he oído que los hay, pero me temo que es una leyenda urbana, como lo de que existen tías que se te acercan [o no te huyen] en los bares, gente que no odia su trabajo, etc.), así que comentaré el segundo, aunque dudo que vaya a decir algo nuevo.
La historia es de todos conocida: llega un momento en el que el Jefe (nivel n) decide que le toca subir un peldaño, convertirse en jefe nivel n+1. En realidad, su día a día en el trabajo apenas cambiará, excepto en dos cosas: podrá pasar a pisotear a los jefes nivel n, con los que hasta entonces solo podía pelearse en igualdad de condiciones (con el consiguiente riesgo de perder a los puntos los combates de vez en cuando) y le pagarán más. En definitiva, las únicas dos cosas que le importan: un coche más grande y más gente a la que mirar por encima del hombro.
Para conseguir ese ascenso, sin embargo, deberá demostrar que es el mejor jefe de nivel n o, equivalentemente, demostrar que el resto son peores que él. Por supuesto, la segunda vía es la más sencilla y la escogida por todos. En definitiva, se trata de conseguir, por una vez, una victoria por KO sobre sus pares que lo reafirme como macho alfa. Sin embargo, para conseguir esto encuentra, normalmente, un obstáculo casi insalvable: su trabajo, que consume su tiempo y energía y le impide entregarse en cuerpo y alma a la lucha.
Es aquí donde entra en juego El Esbirro (cuya versión videojuego retrató maravillosamente Viruete). El jefe hará lo necesario (echar a alguien, normalmente) para conseguir el dinero suficiente para comprar el alma de El Elegido, aquél que haya designado como su sucesor como nuevo jefe nivel n tras la victoria final. El Elegido, en adelante El Esbirro, tendrá una triple función: en primer lugar, actuar como escudo humano para todos los ataques susceptibles de caer sobre El Jefe. Si creías que esto lo inventaron los israelíes o los palestinos, es que no has currado nunca en una oficina. La segunda función de El Esbirro es realizar todo el trabajo teóricamente asignado a El Jefe (excepto poner su nombre y firmar los documentos, eso es probable que lo siga haciendo El Jefe). La tercera, no menos importante, es controlar y exprimir al resto de subordinados: el suculento soborno con el que vendió su alma sólo ha sido posible reduciendo el número de empleados que resuelven problemas reales.
Por supuesto, son necesarias unas características muy concretas para llegar a ser El Esbirro. Las analizaremos en el próximo capítulo de la serie. Por el mismo precio, prometemos un 50% más de resentimiento y prejuicios.
Las grandes empresas tienen presupuestos, personas, cosas que hacer y procedimientos. Los presupuestos son para pagar a las personas para que hagan las cosas. Cada persona tiene que hacer unas cosas, que deciden los que mandan, que se supone que saben más. Éstos son, a su vez, personas que cobran por hacer cosas, en este caso pensar qué harán los demás. Fácil.
Luego están los procedimientos. Hay procedimientos para todo, desde abrir una lata de cerveza hasta qué hacer en caso de incendio, hay procedimientos para presentarse en sociedad y procedimientos para actuar ante un semáforo, para ligar, para sentarse en una mesa, para escribir un mail o para fabricar una mesa.
Luego están las grandes ideas empresariales que sirven, en su inmensa mayoría, para perder el tiempo. Tiempo que vale dinero, claro.
Comentaba el otro día como ahora, de pronto, tenemos que imputar (con una nueva herramienta, claro) todo lo que hacemos a lo largo del día. Finalmente, en lugar de en bloques de 10 minutos, es por medias horas. Increíble. Ahora tengo que perder la última media hora del día en entrar en una aplicación, con 3 contraseñas diferentes para imputar unas horas que me puedo inventar tranquilamente.
El esbirro del jefe, del que hablaremos algún día, lleva cerca de un mes perfeccionando esta aplicación; no sé mucho de ordenadores, pero es una herramienta en red hecha con acces. Es fea como ella sola, incómoda e inservible. Él nos envió un mail con el enlace para acceder… y luego se paseó, mesa por mesa, con la estupidez desenfadada de jefe (ustedes me entienden, esa actitud en la que el superior se sienta en la mesa jugando a relajar sus modales y acercarse al empleado, quizá en el libro de estilo del jefe capullo) comprobando que todos apreciábamos su trabajo.
Lo peor de todo es que se pretende que imputemos, ahora, todas las horas desde año nuevo. Con ello quieren controlar lo que se hace, supongo que con la idea de que aumente la productividad. Por lo pronto vamos a perder 3 horas en inventarnos las últimas 220 medias horas trabajadas… una vez hecho esto, perderemos media hora diaria. Perfecto. Teniendo en cuenta que a nosotros nos pagan por pensar, la decisión acerca de las horas dedicadas a cada tarea es tan exacta como un retrato hecho en la arena del desierto con un alfiler. Un desastre.
¿Nadie se da cuenta de esto? El asunto es que los jefes (con esto me refiero a los jefecillos, claro) no están ahí por ser más listos o más resolutivos que otros, están ahí por saber perfectamente cómo hacer una presentación que se explicará en una reunión de 3 horas destinada a hacer algo que nunca se hará. La mitad se dormirá, la otra mitad pasará del tema y al final, llamarán a un consultor para que haga lo que le salga de los cojones.
No quiero pensar las reuniones, comités y cadenas infinitas de mails que han sido necesarios para jodernos la vida de esta manera.
Mañana o pasado, cuando pueda, contaré lo del buzón del departamento. Otra genialidad del esbirro obediente. Otro procedimiento brillante.
Hoy no tengo muchas ganas de escribir. Os contaré cosas que me han pasado desde las 8, hasta las 8. Sin más.
(Gracias Forges)
Hoy:
Hoy el jefe dijo: "voy a llamar a Javier a putear"
Hoy el otro jefe cogió mi móvil y me dijo: "no tiene juegos, ni tiene 3G, ni tiene bla bla bla".
Hoy, consecuentemente, compré el enésimo paquete de Kleenex.
En fin... hoy ha sido un buen día en S.O.
Mi amigo Johnny quiere decir unas palabras.
Y nosotros se lo agradecemos. Oé:
Mi oficina está en el número 36 y, sí, también tiene lo suyo de siniestra. Rodeada de edificios bien modernos, la compañía decidió en su día que para qué levantar uno nuevo pudiendo aprovechar lo que quedaba de la fábrica que iban a ocupar. El resultado se les ha quedado viejo y de aquí a menos de un año, todos al extrarradio.
Podría haber sido peor, la verdad, pues el edificio ocupa los números 34 y 36 y podría haber sido peor porque en lugar de en el 36, a mí me podrían haber sentado en alguna mesa del 34. Y es que los del 34, además de muchas otras cosas, resultan ser todos unos cretinos de cuidado. Pero los demonios que me acosan del número vecino ya los exorcizaré otro día, cuando haya descubierto si es que es política de recursos humanos asignar al 34 a todos los cretinos que contratan o si son gente normal a la que se le vaporiza el cretinismo por un sistema de riego automático estilo invernadero (si son objeto de algún experimento sórdido que funcionara, vaya).
Lo que me turba hoy es la secretaria nueva con la que comparto despacho (porque los precarios, por supuesto, compartimos despacho; los más con otros precarios, creando pequeñas jaulas de becariedad post-adolescente y tontería, los menos con una secretaria o con una secretaria y otro precario). Por si no fuera poco tener colgada a mi espalda una lámina que reproduce a una blandengue actriz del cine mudo, blanquecina y cursi, coloreada de tonos apastelados y empalagosos (por cuyos ojos parece que espiase el Señor Presidente, como en las películas de castillos y retratos medievales), cogen y me plantan a una pobrecilla en el despacho.
La secretaria anterior tampoco es que fuera a optar nunca al Nobel, y además era coja, pero al menos gastaba escote generoso, era espabilada para sus cosas y gustaba de un flirteo gracioso cuando las mañanas se ponían pesadas. La nueva, que ni Nobel, ni escote, ni ingenio, ni cojera siquiera, es de la especie de los nacidos para obedecer. Pero de la subespecie mala, la de los que no es que no rechisten sino que sin órdenes perecerían de inmediato. Los mandatos les son de necesarios como el aire. Y es que, cojones, ¿tan difícil es decidir por uno mismo de qué tamaño debe ser el sobre en que meter una agenda para enviar por correo? Pues nada, que no, oiga, que no hay manera.
La tortura a la que me somete no es poco cruel. Un ejemplo de la colección que atesoro: Su mesa es la más próxima a la ventana que por supuesto, no cierra bien y según dice ella filtra un biruje que la tiene helada. Conclusión: la calefacción, siempre que llego, como si la hubiera instalado Pedro Botero. Para mí, que más que un despacho trabajo en una incubadora de doce metros cuadrados (que los tengo bien contaos) y que el día menos pensado me nacen pollos en el archivo. ¿Y si ahora les digo que la pobrecilla es de un pueblo castellanoleonés que invierno sí invierno no se queda aislado por la nieve? El asunto es casi como si un dominicano dijera que no soporta Salamanca porque hace demasiado calor para él. Veintisiete centígrados para empezar las mañanas de diciembre, ¿cómo se le queda a usted el cuerpo? A mí descompuesto.
Si me apetece otro día y si aquí mis primos deochoa8 y desieteanueve tienen a bien abrirme sus puertas de nuevo, les contaré cómo es eso que dice de “picar a la puerta”, preguntar “¿cuál?” en lugar de “¿qué?” cuando no te ha oído, desearte “que te pinte” y otras lindezas de mi niña.
By Johnny Precario.
Gracias Forges, siempre en el clavo!
La semana pasada disfrutamos del trajín que en toda oficina sórdida se da en estas fechas. Hay muchas cosas que merecen todo nuestro desprecio y observación. Una de ellas, evidentemente, es la "copa de navidad" (que ya comentará brillantemente de7a9) y que es de las cosas más lamentables que puede haber. Otra, por supuesto es LA LOTERÍA DE NAVIDAD, que es un espectáculo digno de mención.
Al tema:
- "Esperad, vulgo, a que nos sentemos en nuestros puestos y nos salga de los huevos repartir el botín"
En definitiva, compren ustedes lotería el año que viene, piensen que van a salir de sus vidas y sigan haciendo informes, copias de tablas, cenas de navidad y demás menudencias. Nosotros estaremos aquí para contarlas.
Y eso, nada... ni un leuro.
En cada planta hay dos salas de café. Hay quien osa llamar a esos lugares "vendings"; esto te colocaría, automáticamente, en la lista de los crucificables de este blog, ovbiamente. Pero este es otro tema. Estas salas son realmente infectas, con la misma moqueta que recubre el resto del edificio (a veces pienso si será toda proveniente del mismo rollo), solo que con más manchas sospechosas. En ellas hay mesas altas, taburetes y máquinas. Nada más. Bueno sí, suele estar llena de gentuza®.
Todo empezó un día a última hora. Nos miramos y, sin decir nada, fuimos, lo intentamos y cuajó. Teníamos dos cuadrados mágicos por el precio de uno. Cojonudo, más barato que en el Mercadona.
Luego, poco a poco, fuimos desarrollando nuevas técnicas, como la de obtener dos sandwiches (Ver foto. Y nótese la dificultad intrínseca de este hecho!) y llegando a la cúspide de un 4x1 en la denominada "fila mágica". La tenemos entrenada de tal manera que el cristal se abre mostrando dos, tres y hasta cuatro celdas, según el momento. El resultado es un precio irrisorio por unidad. Glorioso. Esto suele ser el momentazo de la jornada.
Siempre intentamos ir en momentos de poca afluencia de gentuza®, por eso de mantener las formas y tal... y, de vez en cuando, veíamos restos de ítems esparcidos por allí (a veces, dependiendo del tamaño, surgen ligeros problemas de ejecución). Eso quiere decir, inequívocamente, que otros seres (o cosas) manejan la técnica del 2x1. Hasta la fecha era alguien oculto, otro superhombre que desafiaba las reglas establecidas y a quien jamás vimos . El respeto estaba ahí, y pensábamos que él también lo tendría por nosotros.
Nuestra decepción vino hace unos días. A las 11, la hora punta de la sala, un tipo grasiento, sucio y con una camiseta de los Lemmings, se acerca a la máquina, introduce unas monedas, abre un compartimento, luego mete el dedo y saca el de al lado y luego, ni corto ni perezoso, fuerza el cristal (con sonido estridente y quejumbroso de la bendita máquina) para sacar el tercer ítem. Se da la vuelta y lanza uno sobre la mesa donde le esperaban sus comilitones.
Nosotros nos miramos incrédulos.
Hay que joderse.